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lunes, 21 de febrero de 2011

Él, ella y yo

(Imagen de blog ONCE MINUTOS)
En la cama estábamos él, ella y yo. Me había acostumbrado a la idea de ser tres. Hasta a veces me gustaba saber que no éramos una pareja solitaria, aburrida, sin problemas y sin acción. Pero también tengo que admitir que a veces los celos brotaban de mi vientre como cometas y se clavaban en su mirada. Los dos sabíamos que ciertas miradas provocaban una tormenta de problemas. Él me explicaba, me abrazaba, me decía las cosas que toda mujer quería escuchar. Pero no me las decía a mí solamente, se las decía a ella también. Éramos tres. Éramos tres en el momento del deseo, y en el momento de la tormenta. ¿Acaso alguna vez habremos sido dos? Nunca lo supe. Creo que él tampoco. Cuando yo lo conocí, él era empleado del banco. Sus compañeras de trabajo movían las caderas como un péndulo para hipnotizarlo y atraerlo. Los ojos de él se dejaban seducir. En esos tiempos no éramos dos, éramos cinco, seis: él, las empleadas del banco, y yo. ¿Qué era lo que me atraía de él? Tal vez el agobiante pero dulce camino hacia el lugar más grande de su mente. Allí, donde las fantasías son inmensas, donde la atención es permanente, donde la vida de él encaja perfectamente con la mía. Estuvimos veintidós años casados. Felizmente casados, creo. Nunca me puse a pensar en las cosas que hicimos juntos. La individualidad fue nuestra bandera, y no lo tomo como algo negativo. Todo lo contrario. Estuvimos veintidós años casados porque cada uno tenía la vida que quería. Pero en la cama, en la mesa, en una mirada, en una discusión éramos tres. Quise invitarla para almorzar, pero nunca vino. Yo le decía a él que sea honesto conmigo, que yo no tenía ningún problema en conocerla, al contrario, podíamos ser grandes amigas. Pero él se negaba. Le gustaba la idea de ser tres. Mentalmente tres.
 En mi mente fuimos siempre dos. O tal vez uno: él. Quince años pasaron y yo lo miraba envejecer. Sus canas se asomaban tímidamente y su forma de caminar no era la misma. Yo también había envejecido, o mejor dicho crecido. Siempre admiré a ese hombre de negocios, que contaba la plata con facilidad, que reía a carcajadas siempre que hablaba con sus compañeros, y que me seducía con gran facilidad. La primera vez que salimos juntos, yo le conté toda mi vida en dos horas. Él en ese tiempo pudo desabrocharme la camisa y bajarme la pollera sólo con su mirada. Ojos negros, intensos, que se perdían con el humo del cigarrillo. Fumaba mucho, demasiado para mi gusto. Cuando nos casamos entró fumando a la Iglesia. El cura estuvo a punto de suspender la ceremonia, pero no lo hizo porque mis padres le rogaron que prosiguiera. Nuestra noche de bodas fue algo accidentada. Me pegó. Estaba borracho, supongo que habrá sido por la alegría de haber formalizado nuestra relación. Por lo menos para nuestros amigos y familiares en ese momento éramos dos. No tuvimos hijos. Él era estéril. Nunca quiso admitirlo. Supongo que por una cuestión de poder masculino, pero los análisis no pudieron negarlo. Yo nunca quise tener hijos. No tengo paciencia. Trabajé diez años como secretaria de un médico. Mi trabajo era mecánico. Hacía todo sin pensarlo. Parecía como si mis manos estuvieran separadas de mi mente. Mi jefe estaba contento con mi trabajo. Creo que me pagaba lo suficiente, y eso hacía que nos lleváramos bien.
Nunca fui infiel. Nunca quise. Tal vez porque mi mente nunca estuvo preparada para aceptar un invasor. Yo a ella no la consideraba una invasora. Al contrario, ella compartía el mismo terreno que yo. Convivíamos armónicamente en la mente de él. A veces ella se hacía más grande y ocupaba más espacio, otras veces, yo me hacía gigante y la dejaba a ella con un tamaño insignificante. Él manejaba nuestros tamaños, y nosotras los aceptábamos. Creo que ella nunca le pidió que me dejara. Sería injusto, porque yo siempre jugué limpió y le di su lugar. Los años nos pasaban por arriba, a veces nos aplastaban de tal manera que quedábamos tirados en el suelo por mucho tiempo. Nos dábamos la mano entre los tres, nos parábamos, y seguíamos. La vida de cada uno era diferente y parecida a la vez.
Hoy, me siento distinta. Tengo setenta y tres años. Mi vida cambió. Él murió, ella también. En mi cama hay un vacío. En mi mente hay un bloque de cemento pesado, que me cansa. En mi sangre hay remedios. En mi pasado hay pequeños recuerdos. En mi presente una profunda soledad. Tal vez la misma soledad que me invitó a salir hace más de cuarenta años. Ya no somos tres, ni dos, ni una. 

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